Argonauta

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¡Vencí, crucé el Cabo de Hornos!

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martes, 5 de mayo de 2009

GUATEMALA




Guatemala no se olvida: crónica de un viaje entre volcanes, mujeres y silencio

Nunca olvidaré la primera vez que vi el Lago Atitlán. Fue como si alguien me hubiera arrancado el aliento con un solo gesto. Los volcanes —el Tolimán, el San Pedro y el Atitlán— parecían flotar sobre el agua azul profundo, como dioses antiguos que aún no han decidido si despertar.
Era 1987 y yo había llegado desde España con más preguntas que mapas. Guatemala no era exactamente un destino turístico popular entonces. Las embajadas advertían sobre “zonas inestables”, pero los viajeros de aquella época —hippies tardíos, cooperantes, mochileros hambrientos de mística— no buscábamos seguridad. Buscábamos verdad, aunque fuera dolorosa.
En Panajachel alquilé una habitación por cinco quetzales al día. Desde la terraza se oía marimba por la noche, pero también ráfagas secas que no eran fuegos artificiales. El turismo coexistía con la guerra, aunque se hiciera el sordo.
Una tarde crucé en lancha hasta Santiago Atitlán. El guía —un joven con gorra del Real Madrid y botas de hule— me llevó hasta una explanada donde se celebraba una carrera de caballos. Era parte de una fiesta patronal. Nunca había visto algo igual. Los jinetes, la mayoría campesinos del lugar, bebían desde antes del mediodía. Iban en camiseta, con pañuelos rojos al cuello y los ojos vidriosos de aguardiente.Montaban sin silla, galopando a lo loco por un camino de polvo entre gritos, risas, apuestas y maldiciones.A cada vuelta, alguien caía. Un caballo resbaló y se alzó el polvo como si fuera incienso de otra misa. Nadie paró. El alcohol parecía parte del ritual: gasolina del coraje, anestesia del cuerpo. “Aquí nadie muere sin haber cabalgado borracho alguna vez”, me dijo un anciano entre risas que no sabía si eran alegres o resignadas.
Aquel día entendí que el país era un caleidoscopio: hermosura, violencia, fe, ebriedad y ternura, todo girando a la vez. Un país en trance.
Desde Atitlán subí al altiplano. En Chichicastenango compré un colgante de jade y un libro de oraciones en quiché. En la plaza, los turistas regatean mientras en los callejones se escondían los recuerdos de las patrullas civiles. Comía pepian en fondas de techo de lámina, donde las mujeres cocinaban con una calma antigua, y me hablaban de sus hijos desaparecidos entre cucharones de chile.
Guatemala no era un viaje: era una herida abierta. Pero también era una mesa puesta, un lago inmenso, una carrera de caballos al filo del desastre.
Y uno, sin darse cuenta, empezaba a amar ese caos como quien se enamora de una canción que no entiende pero le parte el alma.
Desde Sololá tomé un bus hacia el norte, en dirección a Quiché. El camino era puro polvo, baches y curvas imposibles, pero yo iba con esa fe ciega que uno tiene cuando viaja con más intuición que plan. En el fondo del bus, una mujer vendía chiles rellenos envueltos en servilletas bordadas, y un niño dormía con una gallina bajo el brazo. “Vas a Nebaj, ¿verdad?”, me preguntó un hombre sin levantar la vista. Asentí. “Ahí está fresco, pero no solo por el clima.”
Cuando llegué al corazón del corredor Ixil —Nebaj, Chajul, Cotzal— entendí el peso de aquella frase. Las montañas eran hermosas y salvajes, cubiertas de neblina como si quisieran esconder algo. Y lo escondían.
En los años 80, esas montañas fueron escenario de una guerra sin nombre. Aquí se hablaba ixil, se cultivaba maíz, se creía en los espíritus del monte. Pero el ejército los acusó de colaborar con la guerrilla. Muchos no sabían ni qué era eso. Solo sabían que un día sus casas ardieron y que sus padres no volvieron.
Vi mujeres con los rostros tatuados de silencio. Vi murales que hablaban sin palabras: flores y fusiles, niños de trenzas y ojos serios. Me senté a comer boxboles —unas tortillas hervidas envueltas en hoja de güeisquil— y una anciana me dijo sin mirarme: “Aquí los muertos no descansan porque nunca les preguntaron el nombre.”
Aquel día anoté en mi libreta: "La belleza aquí es sospechosa. Cada árbol parece haber visto algo."
Volví al Lago Atitlán unos días después, pero ya no era el mismo. Ni el lago ni yo. Me senté en una lancha, rumbo a San Juan La Laguna, donde las mujeres pintaban murales en las paredes de adobe. Allí me hablaron del maíz como origen, del cacao como medicina, y de cómo algunas noches el lago parecía hablar. Dicen que guarda secretos en su profundidad, que en su fondo están los huesos de un pueblo entero que no quiso morir en silencio.
Algunos turistas todavía llegaban, con sus cámaras y sus ganas de espiritualidad rápida. Pero yo sabía, como lo saben los que han escuchado de verdad, que Guatemala no se ofrece fácilmente. Que hay que merecerla, o al menos respetarla. No basta con verla: hay que escucharla en su idioma más antiguo. Y a veces, ese idioma es solo un suspiro.
Fue en Acul, una aldea entre Nebaj y las montañas más altas, donde conocí a Doña Jacinta. Tenía las manos firmes de quien ha criado sola, enterrado hijos y seguido haciendo tortillas como si el mundo no se hubiera derrumbado. Me recibió sin preguntar quién era ni qué buscaba. “Aquí no se pregunta mucho”, me dijo. “Solo se escucha”.
Me quedé dos noches en su casa de adobe. Dormía sobre una estera, entre el humo del fogón y el canto áspero de los gallos. En la cocina, ella y otras mujeres cocinaban subanik, un caldo espeso con tres tipos de carne que se prepara en ocasiones especiales. “Es para cuando vuelve alguien que se creía perdido”, dijeron. No supe si hablaban de mí, de un hijo ausente, o de la memoria.
Las mujeres del altiplano no lloran. Te miran con esos ojos donde cabe todo lo que han visto: patrullas, helicópteros, fusiles, panfletos, hijos que no volvieron. Pero también tienen la risa guardada, limpia como una trenza recién hecha. Esa risa me salvó más de una vez del vértigo.
El susto vino al tercer día.Volvía caminando solo por un sendero entre cafetales, bajando hacia Chajul. Llevaba mi cuaderno, una pequeña grabadora y una bolsa con café que me había regalado Jacinta. De pronto, dos hombres salieron de entre los árboles. Uno llevaba machete, el otro una camisa militar descolorida. Me hablaron en tono seco: “¿Qué hace un extranjero caminando solo por aquí?”

Mi corazón se disparó. Pensé en todas las advertencias, en las historias de retenes falsos, en los cooperantes que no habían vuelto. Les expliqué que estaba escribiendo, que venía de hablar con Doña Jacinta. Uno me miró con dureza, el otro con algo que parecía desconfianza… o cansancio.
Pasaron segundos eternos. Luego, el del machete bajó la voz y dijo: “Jacinta es buena gente. Si te dio de comer, está bien. Pero no vuelvas a caminar solo por aquí. No es tiempo todavía.”
Me dejaron seguir. Cuando volví a ver el lago, al día siguiente, el azul me pareció más profundo que nunca.
A veces pienso que Guatemala quiso probarme. Como si me hubiera dicho: “Si vas a contar mi historia, hazlo con respeto. No vengas solo a mirar. Quédate a sentir.” Y eso hice.
Regresé a casa con más preguntas que certezas. La libreta estaba llena, sí, pero no con respuestas. Llevaba apuntes de comidas, nombres de pueblos, palabras en idiomas que aún me costaba pronunciar. Pero lo que realmente pesaba era otra cosa. Una sensación que me seguía como un eco.
Durante semanas soñé con aquel momento en el sendero. Con el machete brillando al sol, con los ojos de esos hombres clavados en los míos. No fue el miedo físico lo que me dejó marca, sino algo más hondo: la conciencia súbita de que yo podía irme, y ellos no. De que yo tenía un pasaporte y un billete de vuelta, y ellos solo tenían memoria y tierra.
A veces me preguntan si no tuve miedo. Claro que sí. Pero también tuve suerte. Y tuve un privilegio que muchos no tuvieron: la oportunidad de escuchar.
Aquella experiencia me enseñó a no hablar por nadie, sino con respeto. Me hizo entender que viajar no es consumir paisajes ni juntar anécdotas. Viajar, si se hace bien, es permitir que el mundo nos cambie, aunque sea un poco.
Guatemala me cambió. Aún la sueño a veces: el lago al amanecer, el olor del maíz cocido, la risa suave de Jacinta, los ojos de los hombres del machete que me dejaron seguir caminando. Y pienso que quizás, en ese gesto silencioso, hubo también un acto de fe. Me dejaron ir porque vieron algo en mí. Porque sabían —o esperaban— que yo no olvidaría.
Y no lo hice