" La caja de la sorpresa"
Ibagué
Ibagué, capital del departamento del Tolima, zona caliente, con los mejores cafetales del mundo. De varones con orgullo, de mirada altiva y machete al cinto (por si hubiera que salvar alguna diferencia), y hembras con un timbre en la voz, que encandilan tanto, como su contoneo al ritmo del Vallenato.
Caliente, por el deseo y los amantes. Por la guerrilla y por el narcotráfico, por los ajustes de cuentas y los líos de faldas y de calzones.
Me encontraba en esta ciudad siguiendo la huella literaria de Álvaro Mutis, (premio Príncipe de Asturias de las Letras y premio Cervantes, entre otros muchos). Creador del poemario “Los elementos del desastre”. También del personaje que le dio el reconocimiento del gran público: Maqroll el “Gaviero”; marinero experimentado y aventurero que se interna tierra adentro en busca de vetas de oro, cavando grutas en desniveles de barrancos cercanos a ríos como: el Coello, donde también buscó oro en sus orillas el abuelo de Mutis.
Las jornadas en esta región eran agotadoras, debido al mal estado de las carreteras, no obstante, había conseguido visitar más de seis minas, todas en barrancos infernales, y de entradas angostas, en las que te tienes que desplazar gateando por su interior; a veces más de quinientos metros. Algunas de estas galerías guardaban bajo sus derrumbadas paredes historias lapidarias. Otras por el contrario, acabaron con la penuria de sus descubridores; las menos, a decir verdad.
Adentrada la noche, regresaba a la confortable habitación del hotel en Ibagué, y después de una buena ducha, me dirigía a alguno de sus muchos restaurantes de comida criolla, en busca de un menú, que me devolviera a la realidad del “gallego” con plata que se mezclaba con los pudientes de la zona. Después solía visitar sus famosas salas de villar francés, deporte este que los ibaguereños practican casi como una religión. Me aficioné a uno grande; con más de veinte mesas, y en el que se celebraban competiciones con apuestas incluidas. Me hice amigo de Elvira, camarera y la amante de Conrrado, dueño del local. Creo, que mis propinas tuvieron algo que ver, en correspondencia, ella era generosa en sus comandas; me servía buenos tragos del mejor ron. Un día (después de once ó doce visitas) Elvira, con la copa de ron, me dejó una nota en la que indicaba que fuera a los servicios, para invitarme a la “especialidad colombiana”. No lo dudé ni un instante, me dirigí al escusado, Elvira se encontraba allí cortando con su tarjeta de identificación una nieve de color macilento, invitándome a probarla. Resultó una bomba, me enderezó de tal modo que pensé que Spiderman, no era un personaje de ficción, si no que había visitado Colombia. A la salida, vi que una persona se introducía de una manera casi clandestina, en las dependencias que yo abandonaba, (se tapaba con el hombro su rostro) si no hubiera sido por ese detalle no habría preguntado a Conrrado; quien era ese personaje que de manera sospechosa entraba en el servicio, y que después de más de media hora no había salido. El propietario del local, se vio en la obligación de contarme la historia.
Diomedes, era, posiblemente el mejor nivelador y reparador de mesas de villar de Ibagué. Tenía su taller en la C/ 10, a un suspiro a penas de la Iglesia Catedral.
Vivía con su mujer y su suegra en una casa modesta, (no tenía descendencia) tenía lo esencialmente necesario: un pequeño “freezer” y una cocina de leña, sin lavadora y sin aparato televisor. Por supuesto, no podía faltar una radio encendida prácticamente todo el día, donde no paraba de sonar música folclórica del departamento del Tolima: el Sanjuanero, el Bambuco, la Caña, el Torbellino, y desde luego lo más reciente: los Vallenatos.
A Diomedes, le iba bien el negocio, y se propuso renovar parte de sus herramienta, con los pesos que ahorró en la bonanza profesional. Tendría que desplazarse a Bogotá. Se lo contó a su mujer, y esta se apuntó, como si de unas vacaciones se tratara. La suegra a su vez se apuntó al enterarse, con la escusa de comprar hilos para tejer que no encontraba en Ibagué. Diomedes, trató de explicarles que se le dispararía el gasto, y entonces no podría comprar lo que necesitaba. No hubo manera, se apuntaron y, a callar. Y como el hermano de su mujer le dejó el auto a petición de la madre, pues, lo dicho.
Iniciaron viaje al despuntar las primeras luces. Tardarían entre ocho y nueve horas en recorrer los apenas quinientos km que les separaba de la capital, teniendo en cuenta, que debían hacer una parada para comer algo. Llegaron entrando la noche, y se acomodaron en una pensión en el barrio de las ferreterías.
Después de una mala noche en cama extraña, se fue al baño comunal para asearse un poco y afeitarse. En esto andaba, cuando escuchó gritos que provenían de su habitación. Salió aceleradamente con el rostro enjabonado, en el pasillo se encontró a su mujer, en bata y sumamente alterada, tanto, que no atinaba a explicarse. Diomedes, intentó tranquilizarla, pero parecía una tarea imposible. Cuando al fin lo consiguió, entraron al dormitorio de la madre, y comprendió lo sucedido, la señora se encontraba tirada en el suelo a los pies de la cama, estaba rígida. Evidentemente había fallecido.
Cuando se calmaron un poco, dispusieron como enfrentarse a esta lamentable situación. ¿Si, avisarían a las autoridades locales? algo a lo que su esposa no estaba dispuesta. Ella, prefería llevarse a su madre de vuelta a Ibagué, para enterrarla en el cementerio local, junto al resto de su familia.
–Pero, eso costará mucha plata- dijo tímidamente Diomedes. No, si nos encargamos nosotros- contestó su esposa. Baja inmediatamente y encárgate de comprar un Ataúd, y la trasladamos en el auto.
Diomedes, se puso a la tarea. Primero preguntó en una Funeraria, el costo de la caja superaba con creces su presupuesto. En la siguiente funeraria, de nombre: “Sin Prisas”- igual de cara para su bolsillo- pero le indicaron que preguntara en las carpinterías. Así lo hizo, pero sin éxito. Teniendo en cuenta, que en el viaje: con las comidas y cenas, más los seis galones de Nafta, apenas le quedaba plata para volver; cuando menos para comprar una caja, lo suficientemente grande como para meter a su suegra. ¡Dios! ¿Qué podía hacer? Siguió andando, y vio lo que podría ser la solución. ¡Una tienda de electrodomésticos! Entró preguntó y salió con una caja de cartón, de las que se usan para embalar las lavadoras. Tenía las dimensiones necesarias.
Con la ayuda del vigilante de la pensión y con mucha dificultad, metieron el cadáver en la caja, y a su vez, la caja dentro del auto.
Iniciaron camino de regreso, él, con cara descompuesta, ella, con la de perro. La esposa no paraba de refunfuñar; que si era un calzonazos, que si, hubiera sido su madre no la trasladaría en esas condiciones. Cuando se enteren mis hermanos te van a ajustar las tuercas.
Todo el camino se la dio de esa manera, entre gimoteos, suspiros y algún manotazo en el hombro. Hasta que pararon cinco horas después en lo alto de la cordillera, para comer algo, refrescarse un poco y hacer sus necesidades.
Diomedes, enderezó el cuerpo, con un sancocho de gallina y un tinto con panela, la mujer le hincó el diente, a unos frijoles con chicharrón, eso sí, sin parar de decir; no se pa que como, me va hacer bilis.
Después de ajustar precio con la dueña del “Mirador de Lucy”y pagar con la última plata que le quedaba, se dirigieron al auto, la sorpresa fue mayúscula; lo habían forzado robándose el contenido,es decir; llevándose la “lavadora”. Diomedes no podía contener por más tiempo a la gallina sancochada en su interior, que, como si estuviera viva, pugnaba por salir del gallinero. Su mujer se desmadejo, como si la hubieran sustraído el esqueleto. Nadie aportó nada, nadie vio nada. Hicieron una batida por los alrededores-nada-. Dejaron la dirección de Ibagué a la dueña del chiringuito, por si le llegaba noticias les avisaran lo más puntual posible.
En Ibagué, la mujer dio cuenta a sus hermanos, y estos le dieron un plazo de cinco días a Diomedes para que encontrara a su madre; si no, le darían fierro.
El hombre lo intento en vano, se le pasó el plazo y los hermanos con fama de no dejar cuenta sin ajustar, le perseguían y buscaban sin dar tregua. Una noche cerrada se acercó a mi local, y justo cuando me disponía a echar el cierre se coló por debajo, pidiéndome por favor que le escuchara. Relatandome la historia (sabida por todos los practicantes de este deporte). Me dijo que cuidaría de mis mesas, reparándolas y nivelándolas, cuando la clientela se fuera al cierre del local, a cambio yo, le daría algo de comida y le dejaría esconderse allí, hasta que los hermanos de su mujer se olvidaran de ese asunto, o le perdonaran. Pero había trascurrido cerca de ocho años, y los hermanos estaban más obsesionados que nunca.
Ahora, soy yo el que tiene que mantener el secreto, pues los vengativos hermanos, han extendido su amenaza a quien le de cobijo.
A sí que, gallego, esta historia tiene que quedar entre nosotros, si no quiere ser responsable de dos o incluso de tres muertes, porque usted; ya está incluido en el programa.
Tinto=café
Panela=Azúcar de caña, en piezas circulares de unos 15cm de diámetro y 3cm de grosor
Fierro= arma de fuego