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lunes, 5 de mayo de 2025
NICARAGUA
Bajo el sol de Managua: Ritmos, pólvora y resistencia
Acababa de cumplir treinta y un años cuando pisé por primera vez suelo nicaragüense. Era 1982 y el país hervía con la resaca de una revolución que todavía no sabía si era victoria o preludio. Llegué con una mochila, una grabadora de periodista freelance y una curiosidad suicida por los rincones donde la historia se escribe con sangre.
Guitarras y gallopinto
Mi primer despertar en Managua fue al ritmo de una marimba callejera. Desde el balcón del hospedaje barato donde me quedaba, veía pasar vendedores con canastos de nacatamales y niños jugando con pelotas hechas de trapo. El desayuno fue gallopinto con plátano maduro frito y café negro, fuerte como un golpe de Estado. Todo era color, sudor, música.
En Masaya, me perdí en un mercado donde vendían máscaras tradicionales y ron casero. Recuerdo a doña Emérita, que cocinaba vigorón mientras me hablaba de cómo su hijo se había ido al monte, con los sandinistas. “O lo ves con fusil o no lo ves más”, dijo. Y siguió rallando yuca.
Entre la trova y la metralla
La música de Carlos Mejía Godoy: La Tula Cuecho, sonaba en cada esquina. Las canciones eran trincheras. En León, presencié un concierto clandestino en una casa sin puertas. Un joven llamado Pedro me tradujo el doble filo de las letras: “Cada verso es una bala contra Somoza, aunque ya esté muerto”.
Pero la revolución no era una postal romántica. En Estelí, un convoy fue emboscado a pocos kilómetros de donde yo viajaba en un camión con campesinos. Bajamos corriendo al barranco, mientras los disparos cortaban el aire. Una niña me ofreció un mango mientras temblábamos bajo un árbol. A veces, la vida insiste en continuar incluso cuando la muerte hace guardia.
La CIA también come fritanga
Una noche, en un bar de Chinandega, conocí a un hombre rubio, acento tejano, que preguntaba demasiado. Me confesó entre tragos que venía a “observar”, pero sus botas decían más que él. Lo vi días después hablando con un comandante de la Contra en un puesto improvisado de la frontera. Tomé una foto. Me persiguieron por dos días.
Tuve que esconder los rollos de película en bolsas plásticas enterradas bajo una palmera en una finca de Ocotal. Allí dormí en un gallinero y comí el mejor queso frito de mi vida.
Final en la Plaza de la Revolución
Volví a Managua en julio, justo para el aniversario del triunfo sandinista. La ciudad era un corazón latiendo con megáfonos. Vi a madres levantando fotos de sus hijos caídos. Y vi a los vivos, marchando con puños alzados, cantando que la patria todavía estaba en pie. Subí a un tejado para grabar la escena, y cuando el sol se hundió detrás del lago Xolotlán, me sentí parte de algo inmenso.
No era mi guerra. Pero me alcanzó.
Epílogo
Volví con un cuaderno empapado, casetes con entrevistas que nunca salieron en la radio y cicatrices que no eran visibles. Nicaragua no era solo política, ni solo revolución. Era una mujer con falda colorida bailando entre ruinas, era un país cantando con la voz ronca de tanto resistir.
Nunca más comí gallopinto sin pensar en la niña del mango, en Pedro y su guitarra, o en el agente de la CIA que también amaba la fritanga.
Bajo el sol de Managua: Ritmos, pólvora y resistencia
Acababa de cumplir treinta y un años cuando pisé por primera vez suelo nicaragüense. Era enero de 1982. La Revolución Sandinista cumplía tres años en el poder y la promesa de un nuevo país flotaba entre ruinas y consignas. Yo era un periodista freelance con una grabadora de casetes, un cuaderno empapado y una curiosidad que rayaba en la locura. No iba en busca de noticias: iba a buscar lo que no se dice.
Gallopinto, marimbas y barricadas
Aterrizar en Managua fue como entrar en una olla de presión. El calor te atrapaba desde que bajabas del avión. Aún se veían edificios a medio colapsar y pancartas oxidadas con la silueta de Sandino. Pero entre las grietas, la vida seguía brotando: fritangas en cada esquina, marimbas resonando entre calles polvorientas y niños corriendo detrás de una pelota, gritando goles como si no existiera la guerra.
En un barrio popular, una mujer llamada doña Emérita me sirvió gallopinto con queso frito y plátano maduro. Mientras comíamos, me habló de su hijo que se había unido a la Juventud Sandinista. “Ahora es más revolucionario que bachiller”, dijo riendo, aunque sus ojos contaban otra historia.
El alma del país en un lago
Días después, viajé hacia el sur. A orillas del gran Lago de Nicaragua, entendí por qué los conquistadores pensaron que habían hallado el paraíso. Desde San Jorge, tomé una barca hacia la isla de Ometepe: dos volcanes gemelos emergiendo del agua como guardianes dormidos. En Moyogalpa, compartí tortillas con queso cuajada con pescadores que hablaban más de poesía que de política.
A la orilla del lago, una joven me recitó versos de Rubén Darío y me enseñó a bailar son nica al ritmo de una guitarra desafinada. Esa noche dormí en una hamaca, arrullado por el murmullo de las olas y una radio lejana que cantaba “Nicaragua, Nicaragüita”.
La frontera invisible
Mi viaje siguió hasta el sur, a la frontera con Costa Rica, donde la tensión era un silencio denso. En Peñas Blancas, los camiones detenidos parecían fantasmas atrapados entre dos mundos. Conocí a un grupo de campesinos que huían del reclutamiento forzoso de la Contra. Algunos cruzaban cargando gallinas, otros hijos.
En un caserío cercano, una patrulla sandinista me confundió con espía. Me pusieron contra un muro mientras revisaban mi mochila. Uno de ellos vio mi libreta y leyó en voz alta: “El país canta con pólvora en la garganta”. Me miró fijamente. Luego bajó el arma y me dijo: “Andate, poeta, antes que cambien de humor”.
Fuego cruzado en las montañas
En Estelí, el conflicto no era metáfora. Subí con un grupo de milicianos hacia una colina donde se escuchaban ráfagas esporádicas. Iba con Pedro, un joven de 19 años que soñaba con ser trovador, pero llevaba un AK-47 al hombro.
“Cantamos cuando podemos, disparamos cuando toca”, me dijo.
En una emboscada, quedé atrapado entre fuego cruzado durante casi una hora. Me refugié con Pedro tras una piedra grande. Sangraba del brazo. Pedro me vendó con su camiseta y me cantó en voz baja “Yo te nombro, libertad”. Sobrevivimos. Al amanecer, él escribió algo en mi cuaderno y se fue con su grupo.
Nunca lo volví a ver.
Una plaza, una promesa
Volví a Managua para el 19 de julio. La Plaza de la Revolución era un río humano. Madres levantaban fotos de sus hijos caídos. Campesinos, maestros, soldados y estudiantes se abrazaban bajo banderas rojas y negras. El presidente Ortega hablaba desde un podio, pero la verdadera voz era la del pueblo, gritando que la patria no se vende.
Subí a la azotea de un edificio para grabar la escena. El sol se hundía detrás del lago Xolotlán, pintando de oro los techos de zinc. Y sentí que, por un segundo, todos los dolores del país se transformaban en una misma respiración, un mismo canto, una misma esperanza.
Epílogo: cicatrices y sones
Volví a casa con rollos fotográficos que escondí en una caja de fósforos, una libreta manchada de sangre y café, y un pedazo de alma dejado en algún recodo del río San Juan. Nicaragua no era solo política, ni solo tragedia: era una mujer con falda colorida bailando entre ruinas, era un mango ofrecido en medio del miedo, era un trovador con fusil que aún soñaba con el aplauso.
Nunca más escuché una marimba sin pensar en Pedro. Nunca más vi un lago sin buscar los volcanes de Ometepe en el horizonte de mi memoria.
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